jueves, 23 de junio de 2011

I'm So-So-Sorry!

¡SIENTO MUCHO LA TARDANZA! Lo siento, lo siento, lo siento... pero este curso ha tenido altibajos, y ha sido algo duro... así que no ha sido muy fácil escribir, y el capítulo se borró una vez, imaginad la pereza de volver a escribir, sin ideas, con exámenes, estrés... vaya, que no podía.¡Pero aquí está el segundo capítulo! Sé que debería ser más largo y lo siento, pero blogspot hates me y debo poner unos párrafos más extraviados, porque sí, debo copiar párrafo por párrafo para que funcione. Debo añadir eso, así que atentos a la edición. Por lo demás, prometo no tardar tanto con la nueva entrada, y recuerdo que comments are ; )

miércoles, 22 de junio de 2011

BOE; 2.- Estaré ahí.


El viento soplaba demasiado fuerte, y aquella noche parecía que los árboles de los alrededores pretendían caer sobre los que paseaban por allí. Todas las sombras no podían estar quietas, pues el viento las mecía con rapidez, sin parar un segundo. Parecía monótono, todo el tiempo hacia delante y hacia atrás, cual mecedora en un porche durante la época de calor. Pero para nuestro chico el viento era algo totalmente inadvertido. Su cazadora se movía, como si él se retorciese dentro de ella, cuando estaba más quieto que una roca, sólo notarías que estaba vivo gracias a los parpadeos –que no eran tantos en realidad-, y el vaho que provocaba su respiración.

El moreno siguió caminando hacia la enorme edificación, de la que veía salir algunas luces que se colaban entre los árboles, probablemente de ventanas encendidas, signos de que los alumnos del internado O’Connell aún no pensaban acostarse y descansar. Suspiró, y sonó pesado, algo normal contando con que llevaba horas de viaje, mucho camino, y aún ningún tipo de resultado. Poco a poco fue parando, hasta que, cuando podía ver ya la puerta trasera que daba a los enormes jardines entre las ramas bajas de los árboles, paró, quedándose allí unos segundos hasta que en su rostro se formó una expresión entre enfado y algo que daba a entender un “lo sabía”.

- Creía que había dejado claro que esto debía hacerlo solo. – dijo, con una voz masculina y decidida, de esas que probablemente harían que las chicas tuvieran que aferrarse a algo para mantenerse en pie.

Entonces se escuchó una risa, suave, musical y atrayente, esas que llegan a hacer sonreír, que no son pesadas, no una risa estúpida, sino algo delicada, elegante. El dueño de aquella risa saltó de uno de los árboles, y pareció flotar conforme sus pies tocaban el suelo con una suavidad felina. Caminó hasta el astuto muchacho y suspiró.

- En el fondo sabía que me descubrirías, sólo era cuestión de tiempo. – dijo, encogiéndose de hombros. – Pero da igual, porque no pensaba quedarme con Morgan y Simona, estaban cantando de nuevo y me estaban poniendo muy nervioso. Además, hace una muy buena noche, ¿no crees? – todo aquello fue muy rápido, y el chico de los cabellos negros miró a su nuevo acompañante con el ceño fruncido, a su nuevo acompañante, el cual era el contrario que él, de un cabello claro, de aspecto suave pero rebelde, que se movía al viento, y parecía flotar alrededor de su cabeza.

- Vas a conseguir que toda esa comadrería que tenemos desaparezca, Noah, solo te lo estoy avisando, pero tenlo muy claro. – contestó, consiguiendo que Noah arqueara una ceja.

- Sea como sea, no has contestado a mi pregunta, Lheon, y sé que aunque estás nervioso por estar aquí, esta noche es perfecta para ti. ¿O me equivoco? – eso era lo bueno de Noah, que era el tío más gracioso, sarcástico y bromista que podías echarte en cara, pero una vez que te conocía, sabía cómo eras de verdad, y le cogías cariño rápido por culpa de que te entendía bien y sabía comprenderte. Lheon sonrió y siguió caminando, y esta vez, Noah siguió su paso, a su lado, plantándose ambos frente a la gran valla que se alzaba ante ellos, en las lindes del bosque.

- Lo es – contestó el susodicho, asintiendo varias veces con lentitud. –. Y es crucial que volvamos a... - miró hacia la derecha, dejando de hablar de repente, y Noah siguió su mirada, saltando increíblemente alto segundos después. Algo brillaba en la mano de Lheon mientras se agazapaba, y no era precisamente un arma blanca.

Caminó hacia la derecha, cruzando sus piernas mientras lo hacía, en silencio, y pudo oír ruido entre los árboles, como un forcejeo, y quejas. Lo sorprendente era que además de ser muy familiares, eran de chica, y pudo oír como maldecían a Noah, y algún que otro golpe.

De entre la maleza, apareció el rubio muchacho, cargando algo al hombro, y con el increíble cabello lleno de ramitas pequeñas y hojas. Unas esbeltas y desnudas piernas caían sobre su pecho, y su brazo las sujetaba.

- Me parece que por más que quiera, no puedo evitarla. – puso los ojos en blanco y se giró para que Lheon viese cómo Simona cruzaba los brazos, colgando de la espalda de Noah. Con la luz de luna sumada a las luces del jardín del internado frente a ellos, Lheon pudo ver el rostro de la joven. Miraba hacia él con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados, con una mirada muy poco típica en ella a no ser que estuviese enfadada o fastidiada. Pero eso no quitaba el que su mirada fuese dulce, por muy fría que quisiese hacerla parecer, que sus ojos azules hiciesen pensar al muchacho en lo frágil que parecía, y que su cabello rubio platino la hiciese parecer hermana de Noah. Las pecas que rodeaban su nariz y un poco sus mejillas hacían pensar que no tendría más de catorce, quince años. Quien no la conociese, se sorprendería.

- Sois unos desagradecidos. ¡Encima que vengo a ayudaros! – dijo, alzando los brazos. 

Noah se dio la vuelta de nuevo, dejando en segundo plano a la muchacha, y suspiró. – Estaba en uno de los árboles bajos, escuchando, supongo que esperando. - Se oyeron golpes no demasiado fuertes, y Noah se volvió de nuevo, dejando paso a una Simona que parecía más enfadada aún, que golpeaba la no demasiado grande pero musculada espalda de su portador.

- Morgan se había dormido, y yo estaba aburrida. No podía hacer más que ayudaros, esto también me incumbe a mí, ¿sabéis? – preguntó, mientras el que la tenía cogida, la soltaba con lentitud. Ella se sacudió la ropa y puso los brazos en jarras, apoyando el peso en la pierna izquierda. Llevaba unos tejanos ajustados, y una camiseta de manga larga, lisa y de color azul claro, las deportivas Nike que llevaba eran del mismo color, pero parecían irle grandes.

- Aunque no me guste el hecho de que hayas venido desobedeciendo mis órdenes… no puedo dejar que vuelvas sola. Así que simplemente actúa como debes y mantente callada, Mona. – dijo Lheon, alzando un dedo y ambas cejas, en señal de advertencia.

- Tú a mí no me mandas, Lionel Zhavré. – dijo ella, alzando un dedo también, y apartando el del muchacho, para después guiñarle un ojo. - Manda Zenon, y como aquí no está, simplemente no me molestes y sigamos con la misión, gracias. - Él no pudo más que sonreír y negar con la cabeza, para después avanzar unos pasos.

Noah. – dijo, simplemente, y éste asintió y caminó hacia Mona de nuevo, pues se había alejado un poco para observar la edificación. 

Ella saltó a sus brazos y rodeó su cuerpo con sus piernas y brazos, como una niña pequeña. Noah sonrió y la rodeó también. – Agárrate fuerte, pequeña. – le dijo, guiñándole un ojo al capitán de la misión y saltando, de repente. Diez segundos después, estaba de vuelta, y sin Simona. Lheon se agarró a su hombro y asintió, y ambos aterrizaron en los jardines segundos después, junto a Simona, que estaba esperando allí, con los brazos en jarras de nuevo. Los tres caminaron por los enormes jardines, justo cuando apagaban las luces. Siguieron su camino, desapareciendo entre la noche.




La clase de francés había sido muy aburrida, tan aburrida que Evan había terminado fingiendo ganas de vomitar para poder saltársela a la media hora, y Ophelia había tenido que acompañarle, por supuesto.
Todo el mundo en el internado O’Connell sabía que, desde que el muchacho y la hija del director se conocieron, nació entre ellos algo que nadie sabía denominar con suma certeza, pero sí sabrían decir que era algo grande, algo poderoso. Muchos atribuían el que Ophelia y Evan estuviesen todo el día juntos a que se querían, pero más que como amigos, se querían como quien quiere a una persona y está dispuesta a sacrificar su vida por la suya, a conseguir su corazón de cualquier manera.

El caso era que, aunque Evan moriría por Ophelia, y viceversa, eso no quería decir nada. Ellos sabían hasta dónde llegaba su amistad, sus límites, y si alguna vez hubo algo, o lo habrá, sólo lo sabrían decir ellos.  Cuando caminaban por los pasillos, a menudo de la mano, o con el brazo de Evan sobre los brazos de Ophelia, la gente los miraba, sin disimulo. Los miraba como quien mira a una obra de arte, o a un plato de comida caliente cuando el día es frío fuera. Eran la envidia de muchos, y todo por esa nebulosa que tenían a su alrededor, nebulosa de la casi-perfección. El oscuro cabello de la muchacha, ya admirada de por sí simplemente por ser la hija del director, ondeaba a su alrededor cuando caminaba, mientras que el del muchacho parecía brillar junto a su sonrisa burlona, mientras su brazo la rodeaba por sobre los hombros. La gente solía pensar que lo que había entre ellos era simplemente el placer de poder ser amigos, y disfrutar el uno del otro. Sí, la gente pensaba que se acostaban juntos cuando querían, pero que eran libres de que eso ocurriese con cualquiera.

Todo el mundo sabía de la fama de Evan con las chicas del internado, más del 50% habían caído a sus pies, y el otro 50, según él, o gustaban del otro sexo, o simplemente no lo merecían. Evan era un egocéntrico, que usaba el sarcasmo, la ironía y a menudo la burla para librarse de la gente, pero era guapo, inteligente, y además, simpático. El que algunas chicas no estuviesen interesadas en él, no quería decir que las demás lo estaban poco, es más, había veces en las que debía tomar medidas drásticas para apartar a sus “admiradoras” de él, y Ophelia participaba en ellas, sin discutir.

Pocas veces discutían, y si discutían a menudo, era siempre para perdonarse a la media hora como máximo, y eso era mucho. Muchas veces ocurría que ambos se planteaban el porqué de sus acciones, el por qué de que fuesen tan amigos, que tuviesen tanta confianza. Ophelia solía preguntarle cosas  a Evan cuando eran pequeños, cosas que consiguieron que al menos, entendieran un poco más sus vidas y su amistad.

“Estaban en el muelle, el muelle que había en el lago tras el internado. Sentados allí, balanceaban las piernas, un niño y una niña, de unos ocho, nueve años.
                - Evan, si algún día mi padre te adoptara, ¿seguirías queriéndome? – preguntó la muchacha, cuyo cabello oscuro llegaba sobre sus hombros, y su flequillo llegaba sobre sus cejas. Sus ojos verdes azulados, brillaban buscando la mirada de su acompañante, el cual no correspondía al gesto y eso la impacientaba.
                - ¿Cómo sabes que te quiero? – preguntó él, mientras miraba hacia el cielo nocturno y fruncía el ceño.
                - No lo sé. – respondió, dejando de buscar su mirada. Tal vez el hecho de que se convirtiese en su hermano conseguía que dejase de ser su mejor amigo, ergo, que dejase de quererla, de estar con ella.
                - Yo no voy a ser tu hermano, tu padre jamás me adoptaría. – dijo él, sin mirarla aún, pese a que lo que decía merecía una mirada al menos. Eran pequeños, él no quería sentirse mayor hablando de esas cosas.
Ophelia no respondió, simplemente miró al muchacho de cabello rubio oscuro junto a ella, que había dejado de balancear las piernas en el borde del muelle, y ahora miraba la oscura laguna. Se levantó y se dirigió hacia el camino que la llevaría al internado en dos minutos a lo sumo, cuando una mano la retuvo y la situó delante del camino. Caminó lentamente hacia los jardines del internado, con Evan caminando tras ella.   
                -  Jamás seré tu hermano, Ophie. Pero siempre te querré, y siempre estaré ahí. – Dijo él, en voz tenue pero audible.
La pequeña se giró, sus ojos brillantes de emoción. Todavía no la miraba, y Ophelia bajó la mirada, mientras sonreía levemente. Él miraba el suelo que pisaba conforme sus pasos llegaban a su destino, así que no vio cómo Ophelia se paró en el camino. Cuando pasaba por su lado aún mirando al suelo, ella le cogió de la mano e hizo que parase. Y entonces sí la miró, y vio sus ojos brillantes; y sonrió, una sonrisa ladeada y burlona, de niño travieso. Ophie rió bajó, mirando de nuevo al suelo, y siguió caminando, con Evan de la mano, hacia el internado, después de otra de sus muchas escapadas nocturnas.”

Fueron a la enfermería simplemente para que luego no dijesen nada sobre que se habían saltado la clase, y después de un fingido malestar por parte de Evan, y una cara de preocupación de la hija del director, la enfermera firmó el justificante, sintiendo pena por la “parejita”. El claustro de profesores y el personal sabía que la relación entre aquellos dos era tal que el director mataría a quien intentase herir a cualquiera de los dos. Si herías a Evan, herías a Ophelia, si herías a Ophelia, herías a Evan. Eso no era bueno.

Lo bueno de los jueves, es que sólo hay una clase, y es de francés, el resto del día es para practicar deporte y estudiar, ya que se acercan los exámenes de invierno. Lo malo, es que la clase de francés dura dos horas, y que el deporte o el estudio no es voluntario. Así que iban de camino a las habitaciones, donde podrían descansar hasta que la hora y media que quedaba de clase de francés terminase y pudiesen irse a “estudiar” a la biblioteca. Quizás el que cooperasen en todo  era también la causa de que fuesen bien en los estudios, por eso no estudiaban demasiado.

No estaba lejos, y por eso no iban con prisa. El edificio en el que se encontraban las clases de francés, lengua y literatura, teatro y música –el dos-, estaba frente al edificio tres, el cual guardaba en su interior los sagrados dormitorios femeninos. En los cuales Evan dormía a menudo. Pero además guardaba la cafetería, la cual era perfecta para un café matutino. En realidad era así porque simplemente no había más cafeterías por allí, así que era eso o nada. Ambos caminaron hacia allí, y durante el camino, apenas hablaron, simplemente pensaban en sus cosas, mientras los que pasaban por allí, cómo no, los miraba, o quizás pensaba en ellos, pero sin mirarlos, o simplemente… no les importaba nada de sus vidas, cosa que ellos agradecían profundamente.

De repente Evan cogió la mano de Ophelia, y la atrajo hacia él, y en un movimiento rápido, la situó entre la pared y su cuerpo, y la muchacha supo qué estaba ocurriendo. Ellos lo llamaban maniobra evasiva, y lo habían tenido que hacer tantas veces, que la señal que Evan había hecho al tirar de ella contra la pared, había sido suficiente para que Ophelia riese tontamente y cuando los labios de él aprisionaron los de ella, correspondiese.

Unas chicas pasaron tras ellos, que estaban apoyados contra la pared el pasillo interior que rodeaba el claustro del jardín, y una de ellos los miró mientras seguían a lo suyo.


La mirada parecía destilar veneno, pero como ninguno de los dos lo vio, lo ignoraron por completo. Evan pensaba en que a menudo se odiaba a sí mismo por hacer que la gente pensase que había algo entre ellos, algo que llamaban sucio, cuando era de lo más normal. Eh, no era culpa suya que todas le siguieran. Bueno, sí, pero él no lo admitiría. Ophelia pensaba en que cuando la muchacha a la que habían evitado de aquella manera tan "especial" la mirara por la institución, le quemaría la piel del ardor de su mirada. 


Aquella chica era Melanie Yorn, una muchacha de cuarto curso que había estado enamorada de Evan desde que llegó al internado. Durante la fiesta de final de curso del año anterior, había intentado tontear con él, y tras varias cervezas Evan se dejó, de manera que se enrollaron, y Mel lo consideró algo importante, y comenzó a llamarle, y a enviarle cartas comprometidas. Evan habló con ella y le dijo que lo sentía pero que no quería nada con ella, que ni tan siquiera le gustaba. Ella no se lo tomó bien, y le dijo que no le creía, y desde entonces, la maniobra evasiva era primordial.

Ophelia tenía los ojos cerrados, al igual que su mejor amigo, que tenía una mano en el cabello de ella, mientras ella apoyaba las suyas en su pecho. Sus labios seguían moviéndose con parsimonia y lentitud, pero apasionadamente, pese a que las chicas ya habían pasado de largo y habían entrado al edificio dos. Poco a poco, Evan se alejó de Ophelia, que respiraba agitadamente pero con cierta lentitud, y la mano que hacía unos segundos se revolvía entre su pelo, viajó hasta su hombro derecho, y se quedó allí.

                - Ophie. – llamó él, con calma, pues ella aún tenía los ojos cerrados. Los abrió con unos parpadeos lentos y sonrió, relamiéndose el labio inferior sin poder evitarlo. Le gustaba besar a Evan. No como le gustaría besar a un chico si lo que sintiese por él fuese algo más que amistad, sino como si tuviese que  sentirse cómoda. Evan besaba muy bien, y si ella besaba muy bien, eso no se lo había dicho nunca. – Creo que el hecho de que te guste besarme no significa… - pero no le dejó terminar, porque de nuevo le besó, rápida y castamente. Evan había cerrado los ojos por inercia, pero los abrió cuando sintió cómo Ophelia se escurría de la prisión entre su cuerpo y la pared y caminaba hacia las puertas de entrada del edificio tres. Ella se paró y estiró su mano hacia él, de espaldas, y él la tomó, caminando hacia el edificio, como si no hubiese pasado nada.

lunes, 24 de enero de 2011

Lottie's in da house : )


Lottie es la nueva conejita enana que compré hoy. Es blanca, y tiene unas manchas negras rodeando sus ojitos, como si llevara un antifaz o algo similar, me encanta, me encanta, me encanta *-* No estaba el conejito enano negro que quería en un principio, pero al verla solita en la enorme jaula me he dicho, es ella. Así que aquí está, haciéndome compañía incluso mientras escribo. Me inspira nuevas ideas, y eso, supongo yo, es bueno : )

domingo, 23 de enero de 2011

BOE; 1.- Yo no soy Sinatra.

Truenos. Eso era lo que hacía que de pequeña se estremeciese hasta que llegaba a parecer que tenía convulsiones o espasmos. Rayos. Hacían que sus ojos se abrieran demasiado, como si hubiera visto un fantasma, y que se iluminaran mucho, como si alguien los enfocara con una linterna. Lluvia. La lluvia jamás le haría daño. Estar bajo ella era algo mágico, la lluvia era suave, y humedecía su piel suavemente, lentamente, hasta que comenzaba a toser o a temblar, y entonces debía entrar dentro a darse un largo y reconfortante baño.

Eran ya incontables las veces que su madre le había dicho que no podía hacer eso de quedarse horas y horas bajo la lluvia, que algún día le daría una pulmonía demasiado fuerte, y que no llegarían al hospital. Ella no obedecía a eso. Como no obedecía tampoco cuando le decían que no debía tumbarse en el césped, que siempre estaba lleno de hojas secas, de humedad y de restos de comida que algunos estudiantes del internado dejaban por allí. Se tumbaba allí, y acariciaba la hierba fresca al mismo tiempo que el sol la acariciaba a ella con suavidad, erizando su piel con su calor, tornándola poco a poco de un color más amelocotonado, más moreno, pero siempre dejando ese tono blanquecino de su piel, con las mejillas bañadas en un tono rojizo, y su cara salpicada con pecas, con muchas pecas. Conseguía un tono brillante a su cabello, castaño oscuro, que ya parecía sedoso sólo con mirarlo, sin siquiera pasar los dedos entre éste. Era demasiado liso, y siempre se encrespaba demasiado cuando había mucha humedad, cosa la cual no le importaba.

No sólo eso era lo que solía hacer desde que tenía memoria; también solía sentarse en el columpio trasero al internado y balancearse allí con los ojos cerrados, o siempre mirando al cielo, y muy alto. Corría, corría todo lo que podía por los prados, bosques y caminos del lugar, corría por los pasillos, corría en las habitaciones… Leía mucho, en la Biblioteca todos la conocían, todos sonreían mientras veían como la pequeña O’Connell parecía beberse cada libro que cogía. Cuando llegaba la hora de dormir, podía oír cómo le contaban cuentos a Gwen, cómo ésta no decía nada, ni siquiera daba las gracias, y veía cómo después su madre salía del dormitorio y apagaba las luces, dejando que la oscuridad la sumiera de nuevo en su propiedad, en su mundo, el cual nunca había temido.

Pero ese día, aunque la lluvia estuviese presente, muy presente, había demasiado ruido fuera, era demasiado para ella, y había estado mucho tiempo despierta hasta que por fin el sueño la acogió entre sus brazos. Pero al cabo de unas horas, un sonido fuerte, el de  una puerta cerrándose, y luego otra, y otra, más las voces de gente que se saludaba por los pasillos, consiguió que abriera los ojos de golpe. Se quedó mirando al techo, respirando agitadamente. No era sano despertarse de repente mientras estaba teniendo una pesadilla, luego se pasaba horas con un humor de perros. Giró el rostro hacia la derecha, el lado de la cama que daba a la pared, pero no había nadie. Suspiró y se destapó de una patada y se incorporó deprisa, con lo que consiguió un pequeño mareo matutino que le hizo gruñir por lo bajo, aunque no hubiera nadie más en la oscura habitación.

Se sentó en el borde de la cama, y bajó los pies hacia el suelo, que estaba helado. Pero ella nunca se ponía calcetines para dormir, odiaba tener que hacerlo, al igual que usar pantalones. Iba a estar bien bajo las sábanas y las mantas de todas formas, ¿para qué usar calcetines  y pantalones? Se levantó y caminó hacia la ventana, donde subió la persiana poco a poco, pudiendo ver que ya había amanecido, y aunque no hiciera sol y estuviera todo mojado fuera, podía ser un buen día. Volvió a suspirar y echó su melena oscura hacia atrás con una mano, mientras con la otra rascaba la parte superior de su ombligo sobre la ropa. Entonces se fijó en que llevaba puesta una camisa de manga larga, de un azul claro, y que, evidentemente, era de chico. Entonces miró de nuevo a la cama y frunció el ceño, pudiendo ver que, no había ni rastro de que otro humano hubiese pasado allí la noche. Caminó hasta el armario y lo abrió con furia, haciendo que las puertas chocaran contra la pared al abrirse del todo. No le importaba, en ese momento debía desahogarse. La había dejado sola, y no era la primera vez.

-   Maldito idiota… - musitó, mientras sacaba del armario el uniforme del internado, que era de color gris oscuro, gris claro, y con tonos blancos en algunos pliegues o en los bolsillos. La única variación era el emblema, en el que aparecía un halcón con las alas abiertas de color rojo oscuro, igual que el color de la línea de los calcetines que iba a ponerse, y la ropa interior limpia que tenía ya lista.
Entró en el cuarto de baño del dormitorio y se cambió deprisa, lavándose la cara y peinando su lisa melena después, para salir deprisa del cuarto de baño y hacer la cama. Todo el lugar estaba ordenado; el escritorio, de madera cara, a primera vista, con muchas ornamentaciones florales, pero repleto de notas amarillas y fotos en el espejo que había frente a este, estaba ordenado. Incluso el suelo estaba todo limpio, sin rastro de suciedad. Cuando todo eso estuvo listo, salió de allí, con una mochila marrón colgada del hombro izquierdo, en la que sólo llevaba dos libros, una libreta y su estuche. Además de algunas cosas de ayuda personal, en su mayoría femeninas.

Caminó por los pasillos, sin saludar a nadie, sin devolverle los saludos a la gente que la saludaba, que era bastante. Bajó dos pisos hasta llegar al lugar en el que sabía, estaría él: la cafetería. Entró abriendo las puertas de par en par, pero sin levantar demasiadas miradas de sus platos de desayuno. La cafetería era grande, de un color blanco demasiado limpio, pero siempre con tonos rojizos, como las mesas, o los marcos de las puertas y ventanas. Divisó a un chico con el cabello castaño, no tan oscuro como el de ella, que hablaba con tres chicas, que tenían bandeja de desayuno frente a ellas, pero que preferían comérselo a él con los ojos. Era evidente que era quien estaba buscando. Las tres chicas reían mientras ella se acercaba a la mesa rápidamente, con los puños apretados a los costados de su cuerpo. Cuando llegó allí, el único que le miró fue él, que sonrió ampliamente y se encogió de hombros en un gesto que cualquiera calificaría de inocente. Miró a las chicas, ladeando levemente su rostro, parpadeando varias veces “inocentemente”, y  simulando que era un cachorrito. Ni se despidieron, simplemente se levantaron y se fueron, cogiendo con desgana sus bandejas.

- ¿No sabes despertarme? – preguntó frunciendo el ceño y mirándole con furia en los ojos. Él rió entre dientes y se echó hacia atrás todavía sentado en la silla de plástico de color gris. Llevaba ya su uniforme, con la corbata mal puesta y la camisa limpia y blanca, que contrastaba con su piel también algo blanquecina. Se giró levemente hacia la que le estaba echando el sermón y abrió los brazos.

- Vaya, parece que hoy nos hemos despertado de buen humor. – comentó, con su voz burlona de siempre, a juego con la sonrisa de bufón. Se limitó a poner los ojos en blanco, a lo que él rió de nuevo. – A mis brazos, Ophie, sé que me has echado de menos. – dijo, abriendo y cerrando las manos, aún con los brazos extendidos.

Ophelia sonrió a duras penas y relajó los músculos, acercándose hacia el castaño muchacho, dejando la mochila en el suelo junto a la mesa, y sentándose en su regazo con soltura, como si fuera algo común entre ellos dos. Y lo era.

- Eres un inútil, Evan. – dijo ella, golpeándole el hombro con el suyo propio, y mirándole con el ceño fruncido. - De no ser porque he oído a la gente despertarse, hoy no me hubiera movido de la cama. – aseguró, asintiendo con seriedad.

- Lo sé. – dijo Evan, encogiéndose de hombros y sonriendo ladinamente. – Pero tenías una carita de ángel ahí dormida… - puso morritos y parpadeó varias veces rápidamente, a lo que Ophelia sólo rió. Borró esa expresión tan extraña y se limitó a sonreír de nuevo mirando a su mejor amiga con normalidad. – Al principió pensé en encender el trasto que tienes por reproductor de música y ponértelo junto al oído para reírme un rato… - Ante esto Ophelia arqueó una ceja. - …pero después he pensado que no podía hacerte eso después de lo mal que lo pasas las noches como las de hoy. – Por eso Ophelia quería tanto a Evan, porque era un egocéntrico, era un maldito mujeriego, era un chico demasiado listo, demasiado inteligente, y demasiado él. Pero era su mejor amigo, siempre estaba ahí, y la protegía como si fuese su hermana menor.

Apoyó su cabeza sobre el hombro del muchacho y suspiró pesadamente, ante lo que Evan la rodeó con los brazos y suspiró también, pero más teatralmente, cosa que hacía reír a Ophelia casi siempre.

- ¿No piensas desayunar? – preguntó, apartándola con suavidad y mirándola, más bien escrutándola con la mirada.

- No sé. – contestó sin siquiera mirar a las cocineras, tras una barra a su izquierda. Miró de solsayo la bandeja de Evan, sin tocar apenas, y la señaló con la cabeza. - ¿Y tú? ¿Ya has desayunado? – preguntó, ahora escrutándole a él con la mirada.

- Sí, me he bebido un café. ¿Te hace uno? – preguntó, sonriendo, anticipándose a la respuesta de su compañera. – Yo te lo traigo, tú siéntate ahí y piensa en lo mucho que me quieres. – dijo, sonriendo mientras Ophelia se levantaba y se sentaba en la silla de al lado, donde antes había estado una rubia con aspecto de ser la típica reina del baile.

Pero ella no era la reina del baile, es más, en todos los bailes en los que había estado, sólo había bebido hasta no tener consciencia de lo que hacía y se había despertado en la cama de Evan, todavía vestida y sin él a su lado. Esperó hasta que vio cómo su mejor amigo volvía junto a ella y le entregaba una taza en la que podía verse el humo subir. Cómo la conocía. Sabía que adoraba el café bien caliente. Sonrió agradeciéndoselo mientras acogía la taza entre sus manos y pegaba un trago largo, quemándose la garganta, pero ni siquiera immutándose.

- Bien, sé que me has odiado durante un rato, cosa que sueles hacer, pero… ¿qué tenemos pensado para hoy? – preguntó, observando cómo Ophelia se bebía la taza de café con rapidez.

- Ni idea, lo que quieras. – contestó ella, con la boca aún dentro de la taza, provocando que sonase como un eco. Entonces terminó su café, como siempre, en un tiempo record, y suspiró. Entonces sonrió. – Había pensado que podrías acompañarme a la ciudad… necesito comprar ropa que abrigue, estamos en pleno invierno… - dijo,  poniendo morritos.

- Ya, para que luego la uses para bailar bajo la lluvia, Sinatra. – bromeó Evan, arqueando una ceja mientras sonreía. – Sabes que voy a acompañarte, pero debes saber que no pienso pagar esta vez. – dijo, intentando que sonase serio, sin éxito. Soltó una carcajada y Ophelia le sacó la lengua.

- Cállate, siempre pago yo. – comentó, acercando su puño al hombro del castaño y dejando un golpe allí, algo común. – Pero mi padre ya está hasta las narices de que desaparezca dinero que me da cuando sabe que no compro tanto.  – aclaró, cambiando su expresión a una de preocupación.

- Tu padre sabe que soy un chico pobre y necesitado, que necesita ayuda económica… - dijo, llevándose una mano a la frente teatralmente.

- Claro… - dijo Ophelia, alargando la “a” un poco, mientras reía. – El que mi padre sea el director no significa que tenga que pagar todos mis gastos. – dijo entrecerrando los ojos, con una ligera pomposidad en la frase.

- Menuda mentira más grande, Ophelia. – dijo Evan, primero sólo sonriendo, pero después soltando una carcajada alta y sonora. La susodicha le acompañó en la carcajada, pero terminó de reír e hizo un aspaviento con la mano, mirando a su mejor amigo de nuevo.

- No, en serio, debo encontrar un trabajo, no a tiempo completo, pero que pueda compaginar con las clases. No puedo hacer que papá pague todo el pato, Evan. – aclaró, esta vez con seriedad.

- Bueno, siempre puedes… ya sabes, salir al bosque por las noches con las chicas de segundo y vender tu cuerpo a la “beneficencia”. – comentó Evan, asintiendo como si fuese en serio.

- ¡Evan! – exclamó Ophelia, riendo.

- Conozco a algunas muy simpáticas… seguro que puedo presentártelas y todo, les encantará tu estilo tan… Frank. – dijo él, sonriendo. Ophelia puso los ojos en blanco –gesto que efectuaba mucho cuando estaba con Evan-, y se levantó de la silla, recogiendo su mochila.  Aguantaba las bromas del total estilo de Evan porque ya era costumbre, pero solía cansarle el rollo de que ella fuese Frank Sinatra sólo porque bailase y durmiese y muchas cosas más bajo la lluvia.

- Si no nos vamos ya llegaremos tarde a francés. – dijo, suspirando y echando a caminar por la cafetería. No oyó cómo Evan se levantaba y se acercaba, pero sí sintió un brazo de éste sobre sus hombros.

- Cierto, nuestro querido trol podría morir ahogado en su propia espuma provocada por la rabia si ve que de nuevo faltamos a su clase… - comentó, refiriéndose a su profesora, una mujer estricta y gruñona. Ophelia rió y cogió con su mano la mano que colgaba sobre su hombro izquierdo, que jamás llegaba ni a rozar su pecho, porque Evan era como era, pero tenía un respeto hacia su mejor amiga, que ésta apreciaba de todo corazón. – Imagina que decide eliminar la lluvia y sustituir los paraguas por crêpes volantes o algo así… jodería tu vida, Sinatra. – Dijo, asintiendo mientras Ophelia le daba un codazo suave en el costado. Siguieron caminando mientras reían bajo.

- Sabes que yo no soy… - comenzó Ophelia, recordando que debía decírselo, como una rutina. Pero algo la interrumpió, el que la puerta de la cafetería se abriese y dejase paso a una muchacha con el cabello castaño claro tirando a un rubio oscuro, con unos ojos azules grandes y muy maquillados, con los labios pintados también, y el uniforme algo cambiado; nada de corbata, camisa abierta ligeramente, falda más corta y tacones. Oh, aquello sí que era una reina del baile. - …Sinatra. – terminó Ophelia, que, al igual que la recién llegada, paró de caminar, aunque Evan ya lo había hecho un segundo antes. – Gwen. – dijo, simplemente, mirando a la chica que ahora les sonreía y se acercaba hacia ellos con paso decidido y demasiado pulcro y calculado.

- ¡Ophie! – saludó Gwen, que le dio dos besos en sendas mejillas, apenas sin rozar su piel. - Te estaba buscando, pero al ver que no estabas ni en la habitación de Evan ni en la tuya, bajé por aquí. – explicó, mirando a Evan aún sonriendo. Aquello era algo vomitivo, lo miraba así desde hacía meses, y Evan sólo miraba hacia Ophelia, esperando que se deshiciera de aquello.

- ¿Ah, sí? – preguntó la buscada, arqueando una ceja. Pero sacudió la cabeza levemente y sonrió. – Bueno, aquí me tienes, dime. – pidió amablemente a la rubia muchacha.

Bueno, el caso es que Matt te está esperando en la biblioteca, dice que lo que tiene que decirte es muy importante. – explicó, mirando ahora a Ophelia, la cual frunció el ceño, confundida.

- ¿Que Matt…? – se encogió de hombros y  miró a Evan, el cual formuló un “por favor” sin abrir la boca apenas. – Pues tendrá que esperar, tengo… tenemos clase de francés, así que hablaré con él después. – contestó, asintiendo. – Así que si eso hablamos más tarde, Gwen, que tengas un buen día. – se despidió con una sonrisa, y esquivando a la rubia muchacha salieron de la cafetería, cerrando las puertas tras de sí. Evan todavía rodeaba a Ophelia con un brazo, y esta caminaba apoyada en éste.
- No sé cómo la aguantas. – comentó Evan, bufando mientras recorrían el pasillo de la planta baja con rapidez hacia la puerta principal.

- Bueno, años de práctica, ya sabes. – dijo, encogiéndose de hombros.

- Ya, claro, yo también solía aguantarla, pero ya no puedo más. – contestó Evan, con voz de cansancio. – Siempre sonriendo, queriendo parecer una buena chica… es toda una zorra, te lo digo yo. – aseguró, con seriedad.

- ¡Evan! – recriminó Ophelia, mientras abría la puerta principal con su mano libre y bajaban las escaleras con rapidez, dirigiéndose hacia el edificio contiguo, en el que se encontraba la clase de francés.

- ¿Qué? – preguntó éste, sacudiendo su mano libre. – Pregúntale a Davies, o a Flint.– dijo, riendo entre dientes. – Es un monstruo, sólo te mira a los ojos cuando ha conseguido desnudarte y ya está sobre ti lista para… - dijo esto último bajando el tono de voz, y Ophelia sabía por qué.

- Recuérdame por qué te acostaste con mi hermana. – pidió, riendo.

- Te acabo de decir que es una zorra. – contestó Evan. – Y ninguna zorra se me resiste, Ophie, deberías saberlo, y más aún siendo tu hermana de quien estamos hablando. – terminó, mientras Ophelia reía porque sabía que tenía razón, y Evan abría la puerta del edificio dos, preparándose para ver la cara de su profesora-trol mientras ellos se dedicaban a dibujar garabatos en sus libretas, en lugar de atender a la clase, de atender al mundo, a lo que podía suceder. A lo que iba a suceder.

jueves, 20 de enero de 2011

BOE; Prefacio.

Aquí presento BOE, "Bomb Of Elements", una historia que comencé hace ya un tiempo, y que estaba deseando publicar en algún sitio. Estuve creando un foro de rol a partir de ideas que fueron ocurriéndoseme sobre la historia. Me pareció algo con gancho, entretenido, y no pude evitar comenzarla. Sólo tengo el prólogo, pero es bastante largo, y aunque no explique mucho sobre lo que será la historia -que aviso ahora, será larga-, es importante. En realidad lo tengo todo pensado, pero no quiero anticiparme, porque siempre puedo olvidarme de las cosas -es muy probable-, o puedo cambiarlo si quiero. Si necesito dejar algún Na "Nota de la Autora", espero no os moleste. Cualquier duda, queja, sugerencia, comentario sobre qué os parece la historia... ya sabéis, click en el botón.  

INTRODUCCIÓN




Aquella tarde de invierno llovía, pero era una lluvia silenciosa, suave y fría. Lluvia que consigue provocar escalofríos cuando una gota roza tu piel con cuidado y sin avisar. Las calles de la ciudad no se veían bien a través de la ventanilla del coche, pero podía distinguir la mayoría de los lugares por los que pasaba entre las finas gotas de lluvia pegadas al cristal, y entre las lágrimas que empañaban sus ojos.

Las tiendas estaban ya cerradas, aunque algunas estaban siéndolo en aquel momento, porque pudo ver a un hombre bajar una persiana metálica para cerrar su negocio de carpintería. Las calles estaban húmedas, había charcos en las aceras, y riachuelos finos que seguían la carretera hacia abajo. Las ventanas estaban cerradas, pero pudo ver una abierta, y había un señor en ella, fumando con una pipa. En casi todas las ventanas había luces, luces de colores que iluminaban el ambiente, que lo animaban e intentaban transmitir el calor para protegerse de aquel frío que hacía fuera, en la calle. Algunas parpadeaban, otras cambiaban de color, y otras simplemente colgaban de las ventanas, puertas y balcones. Conforme el coche iba avanzando y girando curvas, y terminando de recorrer la calle principal de la ciudad,  podía comprobar que los apartamentos medianamente altos y de diferentes colores que se caracterizaban allí, se terminaban también, para dar paso a unas casas humildes y simétricas, una hilera de más de quince casas a cada lado de la carretera, pero la mujer que iba en el coche, miraba sólo a la derecha, pues estaba sentada en ese lado.

Las luces habían cambiado ya por allí, eran más llamativas, e incluso había muñecos que representaban renos en los jardines, pequeños hombres de rojo que parecían estar subiendo por las fachadas, i algunas guirnaldas verdes en las puertas, redondas y con campanitas que colgaban de ellas. El espíritu Navideño se respiraba por aquella ciudad, pero la mujer que estaba en el coche, sentía un dolor en el pecho, que era imposible de ignorar. Tanto, que cuando vio cómo, en un jardín, un niño que no tendría más de diez años, empujaba a otro de menos de cinco, no le importó para nada. Porque sólo le importaba el bebé que llevaba en brazos, el bebé que le había costado tanto proteger, el que ahora por fin estaría a salvo.
El bebé lloraba, y la mujer lo miró, consiguiendo que al bajar la mirada hacia sus brazos, hacia el bebé, lágrimas cayeran sobre la manta que lo protegía del frío. El cabello negro de la mujer, brillante y liso, que le llegaba por los hombros, tapaba la cara de la pequeña. Con cuidado, la mujer movió la mano derecha y se limpió las lágrimas con el dorso. Llevaba unos guantes negros, al igual que su vestido, su chaqueta de piel y sus zapatos de tacón. También al igual que –ella creía-, su corazón.

Se dio cuenta de que había comenzado a nevar, porque ya no estaban en la ciudad, y se notaba por los muchos árboles que tenían alrededor, que podía distinguir entre la humedad de la limusina por el color que tenían, de un color verdoso cubierto de pequeños copos de nieve. ¿Cuánto rato habría estado observando al bebé? ¿Tanto como para que la nieve se hubiese acumulado ya? ¿Es que acaso se había dormido? ¿O es que la pequeña ya podía…? Miró a su hija de nuevo, y suspiró largamente, pero el suspiro fue quebrándose a medida que lo alargaba más. Volvió la mirada hacia el hombre que conducía aquel gran coche negro. Era un hombre con la piel olivácea, no demasiado clara. Sus ojos eran oscuros, la joven morena lo había mirado a los ojos cuando le había abierto la puerta trasera con un paraguas en la mano. El hombre miró por el espejo retrovisor que había entre los dos asientos delanteros, y asintió a la mujer, que desvió la mirada apretando la mandíbula con fuerza, porque temblaba.

El bebé abrió los ojos, y simplemente observó el techo que protegía de la lluvia, el viento y demás posibles peligros, a los que la habían expuesto hacía tan sólo días. La joven que aún ya tenía el brazo derecho de nuevo bajo la espalda de su hija, sentía un vacío a su alrededor, a partir de ese día, todo lo que hiciera sería una falta grave en su expediente, que estaría ahí por siempre, consiguiendo que la odiaran todos por eso que había tenido que hacer.

Pero no sólo ella sentía un vacío, la pequeña que sostenía en brazos, que había vuelto a abrir los ojos hacía tan sólo segundos y ahora lloraba, sentía un vacío aún más grande, sentía como si le hubieran quitado algo de dentro, como si le faltara algún órgano, algún hueso, algo vital. Pero no recordaría ese sentimiento con claridad cuando creciera, porque tendría prioridades, y tendría problemas, que no tendrían nada que ver con esa sensación, si no con la causa de ésta.

Señorita Delacroix… estamos llegando a nuestro destino. – comunicó el chofer, con un tono de voz suave, que provocó un escalofrío en la espalda de la joven al oír su apellido, sin mover ni un centímetro su cabeza, ni siquiera miró por el retrovisor cuando la joven volvió la mirada del cristal para ver si la estaba mirando. Volvió a mirar por la ventana y suspiró, consiguiendo que se empañara el cristal. La nieve ya cubría parte de la carretera, y los árboles ya tenían ese tono blanco nevado que a ella tanto le gustó una vez. Agachó levemente la cabeza y miró entre los dos sillones delanteros, pudiendo descubrir a qué destino se refería el conductor, porque ella tenía una idea de “destino” distinta a la de él.

Estaba observando un edificio grande, enorme, que no parecía tener final hacia los lados, era alto, y de una piedra oscura, un marrón claro comido de humedad y musgo por los años que había aguantado en pie. Miró a su pequeña y la acunó contra ella al sentir cómo se movía levemente. Probablemente había sentido esos latidos desbocados que producía su corazón, nervioso como toda ella. Aparcaron allí mismo, frente a la puerta del enorme Internado, que estaba cerrada. No había ningún vehículo en aquel momento por allí, y es que la joven Delacroix se había asegurado de que no hubiera apenas nadie en el edificio, y al menos durante las vacaciones de Navidad, su deseo podía verse cumplido. Temía por la vida de su hija, ña cuál tenía apenas una semana, pero ponerla a salvo era su prioridad ahora, y lo demás podía esperar. De nuevo, con el dorso de su mano, cubierta por aquel guante corto negro, limpió los restos de lágrimas con suavidad, y alisó su brillante y corta melena negra con la misma mano, colocando un mechón tras su oreja derecha.

No se había dado cuenta, pero el chofer ya se había bajado del coche, y ya  estaba frente a su puerta. No lo hizo hasta que no se oyó el ruido metálico e interior que provocó el mecanismo al abrirse. El hombre, que ahora de pie, podía observarse con atención, parecía tener unos cuarenta años, tal vez más. Llevaba un paraguas negro en la mano, y estaba abierto sobre la puerta, haciendo sombre hacia allí, aunque ya era casi de noche en aquel lugar, y las espesas nubes grises lo cubrían todo. Pero el caso, es que el hombre en cuestión, alargó los brazos con intención de coger al bebé. Y eso fue un error.

¡NO! – vociferó la joven, apartando a su pequeña de los brazos del hombre que la había llevado hasta lo  que sería, el lugar más horrible para ella desde ese mismo día. El chofer frunció el ceño, pero después lo relajó y bajó los brazos. – Puedo yo sola, gracias. – afirmó la muchacha, con una voz suave y al mismo tiempo fría como un témpano, como el ambiente que hacía allí -porque se podía ver el vaho escaparse de entre sus labios mientras hablaba-, y un acento francés marcado y elegante.  

Asomó su cabeza por la puerta, sin que la nieve rozara su piel, al estar bajo el paraguas. Al dejarse iluminar por la tenue luz que los cubría a ambos, el conductor de limusina pudo admirar una vez más las facciones finas y pálidas de la muchacha. Su nariz, perfecta, y sus labios finos y rojos, pintados con carmín. Su cabello se movía suavemente por el viento, pero era algo fácil de ignorar, tenía uno que fijarse mucho para verlo, como estaba haciendo el conductor. Sus ojos eran de un castaño oscuro muy cálido, eran grandes y las pestañas eran largas y espesas. Además de los ojos, lo único que se había pintado habían sido los labios, por lo demás, su piel estaba perfecta, de un pálido amelocotonado y sus mejillas apenas rosadas, pero por culpa del colorete que había conseguido ponerse pese a los temblores que sufría por el miedo y los nervios.

Finalmente, salió de la limusina, y, con su hija aún en brazos, se agachó de nuevo a coger el bolso que había en el asiento central de la limusina. Lo cogió con la mano libre, y como pudo y con ambas manos ocupadas, caminó fuera del alcance del chofer, sin paraguas que la protegiera, sin escolta que la siguiera ahora, pisando la nieve, sintiendo como se colaba dentro de sus zapatos. Con un par de movimientos algo bruscos con sus piernas, se los quitó y los dejó ahí, en la nieve, mientras su mandíbula temblaba por el frío, y hacían que sintiera débil de nuevo. Llegó a las escaleras que había para entrar al lugar y subió por ellas con cuidado, arrodillándose poco a poco al llegar cerca de la enorme puerta.

Las lágrimas ya cubrían sus ojos de nuevo, empañándolos, y sus manos temblaban mientras acercaban a la pequeña hacia su pecho y la abrazaban suavemente. No se fijó siquiera en si estaba dormida o no, pero sí se dio cuenta de que la despertaría su corazón salvaje, en caso de que la primera opción fuese cierta. Sollozó, y sintió la presencia del chofer unos pasos más atrás, porque oyó cómo tosía, y la nieve crujir en un sonido tenue bajo sus pies.

Mon amour… -  musitó, en apenas un susurro. – Tienes que saber lo mucho que te quiero… - aquel acento francés estaba ahí quisiera o no, y sin embargo siguió hablándole en inglés, intentando no cometer fallos. - …aunque eres muy petite y no lo entiendes, yo sé que en el fondo siempre lo sabrás… – sollozó de nuevo, y cogió al bebé en brazos, alzándola para poder besar su frente con suavidad. Aún olía a ese champú que le había prestado la niñera que la había criado en aquella mansión en la que vivían en París, aún se sentía que era un bebé. La depositó con suavidad en el frío suelo, y aunque la manta y las capas de ropa la protegerían del frío, le dio la sensación de que no estaba bien. A nadie le parecería bien abandonar a su hija. La arropó lo mejor que pudo y después buscó su bolso, el cual había soltado en la escalera. El chofer estaba a su lado, y tenía el bolso en la mano ahora.

Señorita, no quiero ser descortés, pero recuerde que tenemos prisa… - le recordó, pero no sirvió de nada, ella estaba como en un trance. Un trance que, probablemente, duraría por siempre. – ¿Señorita Delacroix? – llamó, colocando una mano en su hombro. – Señorita Delacroix, ¿está bien? – preguntó, y ella se limitó a mirarle con lágrimas cayendo por sus mejillas, y apartó la mano de su hombro con un movimiento brusco, demasiado para una chica tan elegante como lo era ella.

Llevaba algo en la mano, algo que había sacado del bolso que le había arrebatado a su acompañante de las manos. Era un sobre, un sobre blanco que parecía contener algo pesado, pues era grande. Lo colocó sobre su pequeña, y acarició la frente de ésta, para después volverla a tapar. Alguien tiró de su brazo, y ella comenzó a sollozar algo más alto, y a suplicar en francés que no la obligaran a eso, que le dolía en el alma y que era su fin. La pequeña que dormía en la puerta del internado no sabía qué ocurría, pero pronto la gente que había dentro sí lo sabría, y sería la última bomba.

El chófer arrastró a la joven Delacroix por la nieve hasta la limusina, mientras esta intentaba correr hacia su pequeña, arrepentida, cada segundo. Le repetía que se iba a constipar, que iba a pillar una pulmonía, pero la morena no hacía caso de nada, y siguió llorando dentro del coche, acurrucándose en el suelo y arañando todo lo que estuviese a su alcance. Porque aunque sabía que separar a sus dos hijos había sido lo mejor para todos, le dolía en el alma. Le dolía en el alma, en el corazón y en la mente, y le pesaría hasta el día en que su corazón dejase de latir, hasta que la bomba de elementos se desatase. 


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Na: Debo decir que a mí personalmente me gustó mucho esto xd No diré el nombre de la señorita Delacroix, no por el momento, es sorpresa (A) Sé que me he repetido mucho llamándola por su color de pelo, o su apellido, o su sexo, pero es que no podía llamarla por su nombre, lo siento D: Bien, como he dicho, comments are ♥, así que ahí tenéis la opción de comentar, querid@s. Muchas gracias por leer hasta aquí, es importante para mí : )